domingo, 9 de diciembre de 2007

LUNARES

-¡Eh, Matí, Matí! Nada, como que no. ¡Rubio, madame Matí se nos durmió sobre las buckler! ¡Rubio, corre!
Matí, no siempre fue Matí.

Hubo un tiempo en el cual era Matilde. Hace tanto. De pequeña soñaba con el mar: cuando buscaba carbón, cuando acarreaba cubos de agua desde la fuente o cuando cuidaba de tres hermanos menores. Y lo soñó más cuando fue consciente que ese junco desgarbado se convirtía en puro nervio sobre el improvisado tablado de la tasca. Con veintiséis años dejó de soñarlo. Veintiséis años cansada y casada desde los dieciséis con un prometedor príncipe que, al tiempo, sólo fue sapo. Bueno, sí, pero sapo. Le llenó la cabeza de sueños y la barriga a plazos con cuatro niños donde el amor maternal sólo era para el tercero, el rubio, que representó una bocanada, a tiempo parcial, de la libertad que perdió. O que no tuvo. Y el que tuvo, retuvo y guardó "pa" la vejez.

Pero dos años de malas cosechas dan poco para guardar y menos para alimentar. Solución: dos billetes de tren y los niños con la abuela. Trenes atestados de carne de vendimia y maletas de cartón, hombres por un lado, mujeres por otro mientras ella se atrinchera junto una ventanilla llenándose de paisajes y mundos nuevos con una sonrisa en la cara. La misma cara, sin sonrisa, limpiará viñas de su fruto en los campos de Saint Emilion, donde conoció el burdeos, barracones y el dolor. Dolor de los que se iban como el batracio, ahogado por la nostalgia de la tierra, los niños o la tasca y sus charlas. Charla que mantuvieron donde ella se despidió (del que ya sería “el viudo de la francesa”) diciendo que volvería cuando acabase, pero no dijo el qué.

Fin de temporada, billete para Paris y dirección de una fábrica de hilos. Hilos metálicos, que no de seda, pero para unas manos hechas a pelar viñas la diferencia es corta. Tan corta como el dinero que le quedaba después del giro, pero el dinero limpia conciencias y justifica ausencias. Hasta que un día una murciana le dijo que si bailaba tan bien como canturreaba podría ganarse un dinero. Y así debutó en Paris, en un antro oliendo a perfume barato, humedad y serrín. Poco tiempo tardó en hacer las cuentas y comprendió que las camas del trastero aumentaban significativamente el caché de la artista. Y es que la carne, como el flamenco, no tiene fronteras. Pero todo llega a su fin con otro principio. U otro príncipe, en forma de un Jean Marie cualquiera, maduro, educado y con posibles, que la llevó a su casa sin pasar por la trastienda. Otra vida que empieza en ese tiempo de esconder canas, sabiendo mirar hacia otro lado en el momento conveniente. Vivir y dejar vivir, llegando incluso a compartir la carne joven en un juego de tres.

La curiosidad de Jean Marie, más que la añoranza de ella, propició un breve regreso al pueblo con entrada triunfal sobre un escualo francés; frías bienvenidas que se tornaron en un sueño grupal femenino donde, entre bocanada y bocanada de gitanes, descubrieron otro mundo diferente al suyo, que si bien el hombre ya se paseaba por la Luna, la pepsi aún no había llegado a la tasca. Pero la semana sólo duró tres días. Jean Marie no se conformó con tomar múltiples fotografías a braceros de torso desnudo, no, también empezó a regalar, con demasiada frecuencia, sus caramelos franceses a la zagalería, lo que provocó la vuelta del tiburón a sus aguas.

Y en esas aguas pasaron los años hasta que una mañana Jean Marie apareció con un zapato de tacón de aguja ajustado en la garganta, peluca en mano y bata de lunares. Prisión, juicio y libertad. Pensión, mudanza y envejecer. Para envejecer lo mejor es el Sol de la niñez.

Volvió con más sombras que luces. Los niños celebraban sus cumpleaños en Disneyland Paris y los refrescos venían en botellas de litro y medio. Se acomodó en el local que regentaba el rubio, donde la imagen de la trastienda la situó en otros años. Allí, con el rimel marrón a puñados sobre las pestañas, contestando “oui” en vez de sí, repetía historias que se fueron gastando como ella.

El rubio corrió y llegó a su altura. Le tomó la mano y exclamó:

- ¡Joe, con la vieja, cualquiera le abre la mano!

Matilde murió aferrada a su pequeña piedra azul ultramar. Tanto calor le dio al borde de la fría muerte, que el mar, por una vez, se desbordó en su mano.

4 comentarios:

pepsi dijo...

hoooooooooooola!
este -que ya me lo conozco- es made en ruin! bieeeeeeeeeen!

Es precioso, querido amigo. Tienes unas letras tiernas tiernas y sin caer en el melodrama en ningún momento. Expresas perfectamente.
Y esa frase final del mar en las manos, es sobrecogedora.

Besos,
pepsi

mi primo y yo dijo...

¡Hombre, mira tú quién está aquí!

¡¡La Pepsi!!

Escritora clasificada como: "peligro total"

Creadora de mundos tan fantásticos como reales. Capaz de pasar del amor al terror en un sólo párrafo. Y lo más importante, transmite la calidez de una sonrisa tan fácilmente como transmite la sal de las lágrimas de la conciencia.

Un placer que estés por aquí.

Besos

Esther dijo...

Hay un sentimiento que permea todo el relato: la tristeza. Siento tristeza por esta Matilde, empujada por circunstancias que ella no puede manejar. Siento también admiración por ella, porque bien o mal, equivocándose o no, le peleó al mundo un lugarcito donde vivir o aunque sea sobrevivir. Con todos sus dolores y sus renuncias y su mar lejano y sus pobrezas, llega a vieja. Llega, que ya es mucho, a veces y sobre todo cuando tienes tanto en contra tuyo

Algunas líneas me gustaron especialmente:

“De pequeña soñaba con el mar: cuando buscaba carbón, cuando acarreaba cubos de agua desde la fuente o cuando cuidaba de tres hermanos menores.”

“Le llenó la cabeza de sueños y la barriga a plazos”

“Y en esas aguas pasaron los años hasta que una mañana Jean Marie apareció con un zapato de tacón de aguja ajustado en la garganta, peluca en mano y bata de lunares.”

Un gusto primo-y-primo, el volver a leer la historia de Matilde.

Cariños,
Esther

mi primo y yo dijo...

Esther,

así es.

A veces, la persona que da el paso adelante ve como la moneda no le salió cara. Todos tenemos derecho a “equivocarnos”. Después está el sobrellevarlo y, como bien dices, lograr ese rinconcito donde vivir o sobrevivir.

Besos