martes, 25 de diciembre de 2007

SENTIR

Me gusta moverme, al menos lo intento, en el mundo de las rimas y sus estructuras. Pero, de vez en cuando, aparecen las rimas blancas, los versos libres. Cuando aparecen es porque el verbo y la imagen son más rápidas que mi capacidad, corta de por sí, de contar y agrupar.

Quizás nazcan por la inspiración.

Quizás por la necesidad.


SENTIR

La mano quiso que fuera.
Y fui.
La risa quiso que volara.
Me hizo pájaro.

La mano me dio su risa.
La risa me dio su mano.

Y aprendí, pues me enseñaron.
Aprendí a ser humilde
pero con el rostro alzado.
Aprendí que las luces de neón
esconden más de lo mostrado.
Aprendí que reírme de mí mismo
era primordial para quererme,
para comprenderme,
para respetarme.
Aprendí que el amor no es sólo fuego,
que el amor es un abrazo.

Todo eso aprendí.

Pero, a veces,
(hoy es a veces)
me gustaría creer en algo…
en un no sé qué…
en un qué sé yo…
para volver a sentir.

Sentir.

Sentir, padre, tu risa bendita.
Sentir, madre, tu bendita mano.

Volver a sentir.

miércoles, 12 de diciembre de 2007

DÉJAME (Poema para mis hijas)

El viento te está llamando
entre los bosques de robles.
De tus alas, ve cuidando,
que su fuerza no las doble.

Déjame que hable con él.
Ya le conozco.
¿Me dejarás?

El sol te espera con su manto
de luces y de colores.
¡Espera! no acerques tanto
tus plumas a sus calores.

Déjame que hable con él.
Ya le conozco.
¿Me dejarás?

La mar se inventa un color
para poderte atrapar.
Sales, colores y olor
son trampas para naufragar.

Déjame que hable con ella.
Ya la conozco.
¿Me dejarás?

No, claro que no. No me dejarás.
Por que serás tú quien hable
con el viento,
con el sol,
con la mar.
Serás tú quien vuele.
Seguro que aprenderás.
Yo te veré volar.

Pero,
mientras no vueles,
volveré para dejarte
mi beso de amanecer en tu frente.
Como he hecho hoy.
Como he hecho siempre.

domingo, 9 de diciembre de 2007

LUNARES

-¡Eh, Matí, Matí! Nada, como que no. ¡Rubio, madame Matí se nos durmió sobre las buckler! ¡Rubio, corre!
Matí, no siempre fue Matí.

Hubo un tiempo en el cual era Matilde. Hace tanto. De pequeña soñaba con el mar: cuando buscaba carbón, cuando acarreaba cubos de agua desde la fuente o cuando cuidaba de tres hermanos menores. Y lo soñó más cuando fue consciente que ese junco desgarbado se convirtía en puro nervio sobre el improvisado tablado de la tasca. Con veintiséis años dejó de soñarlo. Veintiséis años cansada y casada desde los dieciséis con un prometedor príncipe que, al tiempo, sólo fue sapo. Bueno, sí, pero sapo. Le llenó la cabeza de sueños y la barriga a plazos con cuatro niños donde el amor maternal sólo era para el tercero, el rubio, que representó una bocanada, a tiempo parcial, de la libertad que perdió. O que no tuvo. Y el que tuvo, retuvo y guardó "pa" la vejez.

Pero dos años de malas cosechas dan poco para guardar y menos para alimentar. Solución: dos billetes de tren y los niños con la abuela. Trenes atestados de carne de vendimia y maletas de cartón, hombres por un lado, mujeres por otro mientras ella se atrinchera junto una ventanilla llenándose de paisajes y mundos nuevos con una sonrisa en la cara. La misma cara, sin sonrisa, limpiará viñas de su fruto en los campos de Saint Emilion, donde conoció el burdeos, barracones y el dolor. Dolor de los que se iban como el batracio, ahogado por la nostalgia de la tierra, los niños o la tasca y sus charlas. Charla que mantuvieron donde ella se despidió (del que ya sería “el viudo de la francesa”) diciendo que volvería cuando acabase, pero no dijo el qué.

Fin de temporada, billete para Paris y dirección de una fábrica de hilos. Hilos metálicos, que no de seda, pero para unas manos hechas a pelar viñas la diferencia es corta. Tan corta como el dinero que le quedaba después del giro, pero el dinero limpia conciencias y justifica ausencias. Hasta que un día una murciana le dijo que si bailaba tan bien como canturreaba podría ganarse un dinero. Y así debutó en Paris, en un antro oliendo a perfume barato, humedad y serrín. Poco tiempo tardó en hacer las cuentas y comprendió que las camas del trastero aumentaban significativamente el caché de la artista. Y es que la carne, como el flamenco, no tiene fronteras. Pero todo llega a su fin con otro principio. U otro príncipe, en forma de un Jean Marie cualquiera, maduro, educado y con posibles, que la llevó a su casa sin pasar por la trastienda. Otra vida que empieza en ese tiempo de esconder canas, sabiendo mirar hacia otro lado en el momento conveniente. Vivir y dejar vivir, llegando incluso a compartir la carne joven en un juego de tres.

La curiosidad de Jean Marie, más que la añoranza de ella, propició un breve regreso al pueblo con entrada triunfal sobre un escualo francés; frías bienvenidas que se tornaron en un sueño grupal femenino donde, entre bocanada y bocanada de gitanes, descubrieron otro mundo diferente al suyo, que si bien el hombre ya se paseaba por la Luna, la pepsi aún no había llegado a la tasca. Pero la semana sólo duró tres días. Jean Marie no se conformó con tomar múltiples fotografías a braceros de torso desnudo, no, también empezó a regalar, con demasiada frecuencia, sus caramelos franceses a la zagalería, lo que provocó la vuelta del tiburón a sus aguas.

Y en esas aguas pasaron los años hasta que una mañana Jean Marie apareció con un zapato de tacón de aguja ajustado en la garganta, peluca en mano y bata de lunares. Prisión, juicio y libertad. Pensión, mudanza y envejecer. Para envejecer lo mejor es el Sol de la niñez.

Volvió con más sombras que luces. Los niños celebraban sus cumpleaños en Disneyland Paris y los refrescos venían en botellas de litro y medio. Se acomodó en el local que regentaba el rubio, donde la imagen de la trastienda la situó en otros años. Allí, con el rimel marrón a puñados sobre las pestañas, contestando “oui” en vez de sí, repetía historias que se fueron gastando como ella.

El rubio corrió y llegó a su altura. Le tomó la mano y exclamó:

- ¡Joe, con la vieja, cualquiera le abre la mano!

Matilde murió aferrada a su pequeña piedra azul ultramar. Tanto calor le dio al borde de la fría muerte, que el mar, por una vez, se desbordó en su mano.

SONETO PARA MI

Es tan sencillo vencer al pasado
cuando vas navegando en la memoria
para darle la vuelta a la historia
en que una vez saliste derrotado.

Baja del sillón donde estás sentado,
encara a la tormenta disuasoria
y no esperes encontrar la victoria
si todas tus fuerzas no has empleado.

En la derrota el pago se hace caro
si en la lucha pierdes hasta el sombrero.
Mas, es preciso erguirse con descaro

para encarar de nuevo al aguacero,
que moja desde el vate más preclaro
hasta el más humilde de los arrieros.

DATOS PARA EL AMOR

Se rompen las barreras y ya está.
Se adoptan como hijos a Dudas y a Temores,
en el mismo momento en que apareces como Saturno.

Sin más demora, afianzas el brazo
de un querubín de pulso vacilante,
para que su impacto desgarre de emociones
el tímido roce de dos manos.

Y ya las voces no son voces, sino cantos,
los gestos serán la perfección del movimiento,
los olores serán sellos de identidad
mientras esta droga tenga efecto.
(Curioso es que los demás no perciban todo esto)

Y el complemento.

Sábanas que vuelan sobre las cabezas,
como techos de mercadillo callejero,
que no descansarán ni un momento
mientras dos cuerpos sean parte del juego.

Sábanas de raso, de encaje, a rayas,
a cuadros (¡a cuadros! ¿recuerdas?).

No hay mejor papel para envolver el amor.

MANOS

Ni mucho ni poco he dado,
mas, si caído me vi
pronto una mano sentí.
Mano que me ha levantado,
para andar me ha empujado
por la senda ya hollada
de regreso a la camada
en donde esa mano amiga,
ante mis dudas, me abriga.
Sin las manos, no soy nada.

VIVO ESTOY

No vaciles en herir
con tu espada afilada,
lo que ayer fue, hoy es nada,
por eso no he de morir.
Y si ayer tocó reír
hoy mi amor he de aventarlo
para poder animarlo.
Que el desamor no es la muerte,
yo estoy vivo, por suerte,
para volver a retarlo.