miércoles, 2 de enero de 2008

IMPOSIBLE

Yo siempre había odiado esas hamburgueserías. Aquel día me tocaba otra fiesta infantil, con el agravante de que era uno de mis vástagos el que la celebraba. Globos, calor, gritos y un gallo, con barba de tres días, moviéndose entre el ridículo espacio que queda entre mesa y mesa.

Así que, sin remedio, tocaba aguantar estoicamente hasta el final. Para que pasara el tiempo, el mal humor y el hambre me pedí una ensalada de las que ponen en esos sitios, que por arte de magia aumentan el hambre y el mal humor cuando te das cuenta que has hecho el “primo” al pagar, a precio de oro, por unas lechugas lacias y un trozo de tomate.

Pero mira por donde la suerte me cambia de golpe. El gallo no resiste más el bombardeo indiscriminado de bolitas de papel y se vuelve para reprender al artillero enano de mayor puntería. El giro que realiza es tan rápido e incontrolado que pierde el equilibrio y en un acto por mantener la dignidad y compostura va pegando tumbos hasta que, exhausto, cae sobre la mesa de mi querido hijo en el mismo momento que le están encendiendo las velas del pastel.

Con la boca llena no pude evitar reírme con fuerza. Tanta que una lechuga se convierte en mariposa, abre sus alas y tapona el conducto natural por cual respiramos trece veces por minuto, que decía el poeta, y se me quitan las ganas de reír.

Me pongo de pie, me golpeo en el pecho, me aferro a mi garganta, me zumban los oídos y pierdo el conocimiento.

Cuando despierto estaba en el mismo local, pero no mirando al techo como cuando me desplomé. No, era yo el que estaba en el techo. Eso es, flotando. Me encontraba sobre el mostrador donde atendían a los clientes. Y esto era lo extraño, pues ya no había globos, ni niños. Eran otros los clientes.

Y tanto que eran otros.

En la caja más cercana a mí, la muchacha que atendía estaba a punto de un infarto puesto que cada vez que preguntaba:

.- ¿Kepchup o mostaza?

Sócrates respondía:

.- Sólo sé que no sé nada.

En otra caja era Juana de Arco la que decía:

.- No muy hecha, por favor. A mi la carne quemada, como que no.

Al poco llegó un guía turístico con el cartelito anunciador que ponía: “Bodas de Caná”. A éste le seguían unas dos mil setecientas cuarenta y cinco personas, contando el niño recién nacido que llevaba la señora de la vigésima sexta fila. Pero tampoco me hagan mucho caso, pues yo no acierto mucho en esto de contar “a ojo”.

Desde mi altura divisé una mesa, cerca del parque de las bolas (exacto, ese antro donde los niños deben dejar los zapatos en la entrada, no porque vayan a partir algo, no, sino para que las patadas que le dan a sus padres a la hora de salir sean menos dolorosas), donde estaba el Papa Pablo V con su muchachada de inquisidores. De pronto un personaje barbado se puso de pie. Con una fuerza descomunal, arrancó la mesa de su anclaje (hay que tener una fuerza descomunal para mover una mesa de esas) y dijo: “¿Veis? Y sin embargo, se mueve”. Galileo en estado puro.

En esto apareció el Minotauro. Le costó la misma vida entrar. La fila de los invitados a la boda no se movía, ya viniese el mismísimo Bela Lugossi de los mejores tiempos. Un convite es un convite. Una vez dentro empezó a repartir por las mesas panfletos en donde se veía la figura de una persona dentro de un pan, acompañado de lechugas, cebollas y pepinillos, con la frase: ¿Te gustaría verte así, eh?

Estaba a punto de sonreír escuchando a Groucho decirle al encargado aquello de: “¿Pagar la cuenta? ¡Vaya costumbre más tonta!”, cuando vi que desde la mesa situada cerca de la puerta del servicio avanzaba, con su vista puesta en mí, el mismísimo Albert Einstein. Se movía despacio, con dos generosas manchas de helado en su camisa, mirándome y sin dejar de sonreír. Se paró, cruzó sus brazos sobre su pecho y me dijo:

“Pero Juanito, no entendiste nada de lo que expliqué. Anda bájate de ahí antes que te hagas daño. ¿No ves que no puedes estar flotando aquí? Es imposible.”

Y me caí.